A raíz de la aplicación del artículo 155 de la Constitución
Española, y de las voces que se oyeron tildando los acuerdos que tomó el
Gobierno bajo su amparo de medidas fascistas, y equiparándolas con
actuaciones propias del régimen del fallecido Dictador, se alzaron algunas voces
que discrepaban. Entre ellas debo destacar, por el respeto personal que me
merecen, las de los históricos comunistas Paco Frutos y Nicolás Sartorius.
Ambos coincidían en que las circunstancias actuales no eran
en modo alguno comparables con las que imperaban con Franco en el poder. Hasta
aquí estoy, en principio, de acuerdo ya que no hay pena de muerte, no se
tortura en las dependencias policiales, cualquier detenido recibe asistencia
legal, y hay una larga lista de derechos civiles adquiridos, normalmente por la
lucha de los activistas, que hoy en días son incuestionables.
Decía Sartorius que a él le condenaron a ocho años de cárcel
por repartir octavillas políticas. Hoy en día esa es una actividad legal,
siempre que tengas un permiso municipal. Pero, si no lo tienes, lo máximo que
puede pasar es que te las requisen, o que sufras una sanción económica. Pero, ¿Es
tan idílica la situación? No voy a calificarla yo, pero, cuando existe una “Ley
mordaza”, los humoristas son perseguidos judicialmente, los titiriteros son
detenidos, y los llamados “delitos de odio” son tan indefinidos que casi
cualquier crítica puede considerarse como tal, no creo que sea el tiempo
presente un dechado de libertades personales.
Sin embargo, siendo grave el deterioro de los derechos civiles
(de los sociales ya he hablado múltiples veces), es más grave aún, a mi
parecer, la vulneración sistemática del principio de voluntad del llamado pueblo soberano.
Una democracia parlamentaria representativa, como,
nominalmente, es la nuestra, tiene que basarse en que el Ejecutivo tiene que
responder ante los parlamentarios, que son la representación del pueblo. Por
tanto, si la opinión del Ejecutivo prevalece sobre los parlamentarios, e,
incluso, si éste desoye clamorosamente los dictámenes que emanan del pueblo a
través de sus representantes, se diga lo que se diga, se disfrace como se
disfrace, se excuse en lo que se excuse, la forma de gobierno no es una Democracia
representativa, ya que el Ejecutivo no tiene en cuenta a los representados, y la
forma de Gobierno se convierte, en simple y llanamente, en una
Dictadura. Dictadura que podemos llamar atípica, ya que está sujeta a
elecciones periódicas, que no es sangrienta, cuya represión está limitada, y
que mantiene una mayoría de las libertades personales, pero que no respeta la
voluntad de los representados.
¿Cuántas decisiones del Congreso de Diputados no se han
llegado a plasmar, unas por cuestiones de estabilidad parlamentaria, y otras por
diferentes causas que, al fin y al cabo, sólo eran triquiñuelas legales para no
aceptarlas?
Pero, además de esta razón, que ya es lo suficientemente
grave, está la no asunción sistemática de responsabilidades políticas ante
hechos cuestionables, cuando no
directamente delictivos ¿Alguien concibe un gobierno británico con el partido
que le da apoyo siendo juzgado por beneficiarse a título económico?, ¿Alguien
piensa que un partido francés se podría mantener en el Gobierno tras múltiples
acusaciones de financiación ilegal de sus campañas electorales? En serio se
puede creer que en cualquiera de los Países Escandinavos se hubiese investigado
al Gobierno por un tema penal, y si hubiese tardado más de un segundo en
dimitir la oposición en pleno no hubiese tomado las medidas legales señaladas
en la constitución del país para echarlos a patadas.
Vivimos en una Dictadura, o, si quieren, en una
“Dictablanda”, como se le denominó al régimen que substituyó al del General
Primo de Rivera, pero en un país donde no se respetan las decisiones del
Parlamento, salvo que éstas sean beneficiosas para el PP y su Gobierno. Sin
embargo, no hay que echarle toda la responsabilidad a este último partido, tan
culpable como ellos son el resto de las asociaciones políticas que, por
intereses partidistas, no ponen coto a la anómala situación. Y, en última
instancia, somos responsables todos los votantes que no exigimos que, de una
vez por todas, se acabe con la corrupción que nos arruina económica y éticamente.