viernes, 15 de noviembre de 2019

Treinta años




 

Ha llegado un momento en el que, a la vista de los derroteros de la política nacional y del resultado de las elecciones, he decidido felicitar a casi todos, ya que, en vista de las declaraciones de sus líderes, son los vencedores, bien sea de forma real, virtual, o moral.

No puedo, sin embargo, dejar de hacer un reconocimiento simbólico al Sr. Rivera que, después de hacer una campaña como para que en C’s “el último que apague la luz”, ha tenido la gallardía de dimitir, y asumir los resultados, en vez de decir que los votantes se han equivocado y lo han hecho mal, que es lo que, habitualmente, dicen ante resultados adversos.

Tras secarme las lágrimas al constatar los resultados, no queda otro remedio, como estaba previsto, que esperar a que la política de pactos funcione, que los egos no nos juegan malas pasadas, y que se abstengan las suficientes formaciones como para conseguir la investidura. Caso contrario, tendremos que ponernos de nuevo manga corta para volver a votar.

Y, una vez cumplido el trámite con el sainete costumbrista en el que se ha convertido la política española, paso a comentar el tema que he elegido para esta semana por su importancia puesto que, de él, dimana, la situación actual de gran parte del mundo.

El día 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín, esta fecha que simboliza el principio del fin del Bloque del Este, a pesar de que, después de esta fecha, al menos en teoría, continuó existiendo durante un cierto tiempo más.

Creo que nadie pondrá en duda que el desmoronamiento de todo el sistema económico, político, y militar que representaba la URSS y sus aliados supuso un nuevo equilibrio, o, más bien, desequilibrio, de la situación mundial.

Al no haber un contrapeso de los elementos citados anteriormente, además,  y, sobre todo, un contrapeso ideológico, dado el derrumbamiento de todo el entramado de los llamados países socialistas, el capitalismo más salvaje o neoliberalismo pudo expandirse con total libertad e impunidad para desregularizar por completo las relaciones laborales imperantes hasta el momento, haciendo añicos el Estado de bienestar.

Las consecuencias han sido, en menor o mayor grado, dependiendo de la fuerza de los sindicatos en los diferentes países: Contratos precarios; inestabilidad laboral; estancamiento de salarios, cuando no retroceso de los mismos; recortes y privatizaciones en la sanidad; infra financiación de la educación pública, en beneficio de la concertada y/o privada; abandono de las políticas de dependencia, es decir, de todos los beneficios sociales adquiridos tras los años de la lucha obrera. Lo más triste es constatar que ha sido  con el beneplácito de los propios perjudicados, que han dado y continúan dando sus votos a los destructores de su fututo.

Con esto no quiero hacer un panegírico a la URSS, ni a las políticas que preconizaban. En mi opinión, se hundieron por no saber adaptarse a los tiempos, por la pésima planificación económica, pero, sobre todo, por no haber sabido escuchar y entender a sus pueblos, esos pueblos que decían defender.

Conocí algún país del Este antes de la caída del muro, y he conocido bastantes más después de este acontecimiento, y me llama aún y mucho la atención el que, a pesar de que tenían las necesidades básicas cubiertas, no se echa de menos aquel tiempo, prueba fehaciente de que los regímenes imperantes no supieron, o quizás no quisieron, satisfacer los deseos de sus ciudadanos.

Las preguntas que caben hacerse son: ¿Nos ponemos a añorar aquellos tiempos en los que el malestar de unos pueblos servía para mantener nuestro estado de bienestar?, O, por el contrario, ¿Nos ponemos manos a la obra para volver a luchar para mantenerlo?  


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